Hacer turismo no es viajar

Publicado el 11 de abril de 2024, 9:00

Llegar a una ciudad, seguir el mapa, visitar el punto A, B, y C. Sonreír para foto. Conseguir un guía, seguirlo, que nos cuente todo. Foto con el grupo. Monumento, museo, monumento, un dato histórico. Comer en ese restaurante con buenas reseñas pero que tal vez trata mal a sus empleados. Los locales: esa gente tan curiosa que vive de esa forma tan rara. Esa gente que no soy yo, con la que no me identifico ni lo intento, que tiene otras costumbres, tal vez otra lengua, otra religión, otra vida, pero que no tiene nombre. Esa masa deshumanizada, como un número estadístico, como un paisaje en la pantalla de un teléfono. Esa gente como los maniquíes de un escaparate pero que sirve un helado, que limpia un hotel, que conduce un taxi, esa gente que sirve pero a la que nunca se conoce. El turismo es la perversión del viaje. Lo frivoliza, lo convierte en una ruta preconcebida, vaga, simplificada, en un acto de consumo. El turista visita las ciudades como se visita el Ikea: para ir comprando por el camino. Las ciudades ya no se conocen, se consumen y también sus gentes y ya no existe más el intercambio, ni la riquísima contaminación entre culturas, ni la espontaneidad inevitable de la vida. Hacer turismo no es viajar.

 

Me pongo a cenar bastante tarde con Amin, que trabaja en el hostal donde me quedo: mi vuelo a tenido retraso y llego más tarde de lo previsto. Mientras comemos una cena que no tendría por qué ofrecerme porque está fuera de hora, le pregunto por qué trabaja en un hostel y si le gusta. Dice que no sabía bien que hacer después de haber acabado francés en la universidad y que después del covid su vida se truncó de alguna forma, como la de todxs, así que trabaja ahí porque así por lo menos cobra, practica idiomas y conoce a gente. Su sueño es dejar Marruecos. “Somos una española y un marroquí hablando en inglés. El mundo se ha convertido en una cosa bastante curiosa”, le digo. Le confieso lo extraño que me resulta sentirme rica porque todo es más barato en su país, cuando en el mío no puedo pagar un sitio en el que vivir. Le confieso también que, aunque no pierdo de vista mis privilegios, en el fondo creo que el sueño europeo es una estafa porque más comodidades no significa más felicidad y que al otro lado también somos esclavos aunque de otra manera. Suena el último cañonazo que avisa de la última oportunidad para comer antes del ayuno del Ramadán.

 

Le compro un par de cinturones y una cartera a Ahmed que me saca una silla y me invita a sentarme. La interacción dura una hora, me lee el Corán y me traduce algunos versos con google translate. Luego se sincera y me cuenta que le gustaría acercarse más a Dios porque se está yendo por el mal camino. Que trabaja también en un bar y que a veces bebe el alcohol que le sirve a los turistas. Debe de tener 20 años. Le digo que seguro que Alá puede perdonarlo por beber un poco en su juventud y que para conocer el buen camino está bien también conocer un poco el malo. Le cuento que yo no tengo religión porque siempre he tenido demasiadas preguntas para tener una, aunque por tradición he participado en algunos ritos cristianos en la historia de mi vida. Entonces le pregunto si él no tiene dudas y me intereso por cómo funciona su indestructible certeza que dice que Alá es la única verdad. Le sigo preguntando por lo inexplicable y me dice que yo pienso mucho, cosa cierta, y yo me río diciendo que seguramente demasiado. Internamente reflexiono sobre si su férrea certeza no le sirve de coraza ante el vértigo de la existencia... Exactamente de la misma forma que a mí mi incesante cuestionamiento de las cosas.

 

Me siento en un escalón para descansar mi rodilla lesionada y aparece Rachid, que me ofrece una silla en su puesto de babuchas. Nos comunicamos en francés, situación ante la cual estoy claramente en en desventaja, así que tiro de manos, de expresión facial y de todo lo que me sirve para compensar la falta de vocabulario y tiempos verbales. Yo no tengo internet para tirar de google translate y él no parece tener ninguna intención de que medie la tecnología: creo que le parece divertida mi forma de tratar de expresarme como sea. Me habla de su hijo, pero sobre todo me hace preguntas sobre mi familia y mi trabajo. Me pongo a llorar de forma inesperada cuando le digo que para mí mi vocación es sagrada, que es mi forma de vivir eso que él llama Dios pero que yo no sé como llamarlo porque no necesito que tenga un nombre. Se enternece visiblemente con mi emoción, me trae un pañuelo de papel de la tienda de al lado y luego me dice que justo he llegado al final de la cuestión y que a partir de ahí es que se empieza a vivir en Dios… O eso quise entender yo, claro. Seguidamente trata de convencerme de que estoy en un momento óptimo para leer el Corán en español y convertirme al Islam. Yo, que ya me lo estaba viendo venir, me meo de la risa ante su esperanza, le digo que realmente admiro su fe y entonces él también se ríe porque ya sabía que su idea no iba a convencerme.

 

He salido de la parte más tupida del laberinto de la medina y me encuentro en un zona más amplia: hay una especie de plaza y en frente un edificio grande, donde cortan las pieles para el famoso trabajo artesano de la marroquinería. En un banquito de obra encuentro a Fátima y a su madre, que están sentadas al fresco. Le pregunto, de nuevo con mi paupérrimo francés porque el inglés no es una opción, dónde carajos estoy, sacando el mapa que me han dado en el hostal. Ella se sorprende de que viaje sola, de que no tenga internet y de que lleve más de cuatro horas felizmente perdida en la medina. Y sobre todo de que no tenga miedo. Le va contando en árabe a su madre lo que hablamos y la mujer me mira a los ojos y me sonríe. No le pregunto la edad, pero yo calculo que su hija es más joven que yo, aunque no demasiado. Mientras nos adentramos en el laberinto de nuevo, me pregunta sí no querré comprar aceite de argán y es como si me hubiera leído la mente. Yo quería comprar, pero no en una de esas tiendas turísticas de la calle principal. Entonces me lleva a la puerta contigua a la de su casa y tras un estrecho y oscuro pasillo se abre una tienda amplia, preciosa y olorosa, que nadie podría haber adivinado desde el exterior. Allí me atiende un chico en inglés que me trata como los comerciantes marroquíes tratan a sus clientes. Entonces, embriagada y seducida por las demostraciones, olores y pruebas, acabo comprando aceite de argán, agua de rosas concentrada para usar como perfume y otras exquisiteces de la herboristería marroquí. Sabiendo que he pagado precio de española, me siento contenta sabiendo que Fatima también va a tener algunos regalitos de su vecino por haberme llevado hasta allí. Una vez finalizado el intercambio sociocomercial, Fatima me acompaña hasta donde mi camino de vuelta al hostal es solo una línea recta.

 

Voy a un restaurante preguntando por la música en vivo de la noche y la camarera del local, otra Fatima, Fatima Zahrae, "cómo el desierto? Sí! como el desierto"  me cuenta que solo hay música los sábados pero que si quiero puedo ir a romper el ayuno del Ramadán (a la caída del sol) a su casa con su familia. Me sobrecoge su mirada llena de luz.  “En serio? ¡Por supuesto! ¡Me encantaría!”, le digo con la misma gratitud con la que una niña recibe un regalo que no se espera. Le pregunto por su vida y me cuenta que es estudiante de medicina pero que están en huelga porque quieren recortarles el plan de estudio. Así que mientras tanto se ha puesto a trabajar de camarera, que es duro porque no tiene día de descanso pero que al menos conoce a gente y puede practicar inglés, aunque su inglés es ya es muy bueno. La recojo a las cinco, cogemos un taxi que insisto en pagar (no hay autobuses interurbanos) y en menos de diez minutos nos bajamos en su barrio. “Esto es un barrio obrero” me cuenta, aquí si tienes una propiedad, puedes construir otra planta pagando solo un poco de dinero al ayuntamiento, así que la mayoría de los edificios son familiares y son iguales. Estamos un rato en su casa, conozco a su familia y en seguida me cuenta que vamos a comer en casa de su tía. Después de las risas de las presentaciones porque tienen nombres que consigo pronunciar pero que sé que voy a olvidar al minuto, me siento en la mesa de las mujeres. Una mesa que empieza a llenarse de comida mientras las tías bromean con casarme con no sé quién. Yo las imito cuando dicen “Yiahla!” con un gesto de la mano que deja saber fácilmente que eso significa “vamos!” o “venga!”. Suena el cañonazo, canta el imán aunque con el jaleo familiar no lo escucho, ya se puede comer. Todos rompen el ayuno primero con un dátil así que “a donde fueres, haz lo que vieres” me como uno y le doy un trago al sabrosísimo zumo de naranja y zanahoria. No las entiendo porque esa en familia, como en la mía propia, nadie habla ni papa de inglés y yo árabe pues todavía no sé... Pero las entiendo. Porque Fátima me traduce muchas cosas y porque son muy expresivas y sus cuerpos me cuentan las emociones. Me piden que les cante algo y les canto un poco de flamenco. Sacan una tarta rosa: Al parecer hay dos cumpleañeros: una prima pequeña y uno de los tíos. Yo voy a reventar porque ya comí dulces y té y de todo... Pero me como la tarta. ¡Cómo no me la iba a comer! Me ponen el Hiyab y les pregunto si tengo cara de marroquí. Se ríen mucho y me preguntan si voy a salir con él puesto.  Y salgo, claro, como Fátima y como su madre, Saide, con el pelo cubierto, sintiendo que es un gesto de gratitud y respeto ante sus tradiciones, pero a mitad de camino se me desliza hacia atrás y lo dejo estar.

 

Así que para mi viajar es llorar de emoción en un parque mientras escribo lo increíble que es abrirse al mundo como una recién nacida. Y aunque claro que he dormido en un hostel y comido en un restaurante y comprado marroquinería y aceite de argán y especias y agua de azahar y de rosas y aunque tengo los privilegios propios de este lado del mundo y eso no pasa desapercibido, me he negado a ser turista. Me he emocionado al ver la basura acumulada en ese barrio de clase obrera, he preguntado con genuina curiosidad sobre el Hiyab, el matrimonio, las formas de rezar, sobre el sistema universitario, sobre el económico, sobre el rey y sobre cómo nos ven a los europeos. Me he enfadado al saber que solo para salir de Marruecos, cualquier marroquí necesita tener 600 euros ahorrados en el banco y que el sueldo mínimo interprofesional es de 213 euros. Me ha entristecido saber que todas las personas con las que he hablado sueñan con irse de allí. He sentido que no es justo que yo pueda entrar a un sitio donde vive gente que no puede salir y que es bastante parecido a ir de visita a la cárcel.

 

Días estimulantes y agotadores al mismo tiempo. Claro, claro que lo he pasado bien en Marruecos. Pero bien como quien abraza lo bueno y lo malo, lo crudo y lo real, lo auténtico de la vida en su ternura y en su crueldad. Bien como la viajera, como quien no busca solo comprar placer, si no hacer camino, abrir la mente, ablandar el corazón. He viajado. Y lo siento... Pero no. Hacer turismo no es viajar.

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Comentarios

Carmen cañete
hace 3 meses

Muy bonito nena